En relación con mi última entrada, La Dame Masquée (autora de un interesante nuevo blog: De reyes dioses y héroes) me pregunta por mi opinión respecto de la veracidad de la anécdota sobre la muerte del rey Eduardo II de Inglaterra. El problema de la verdad en la historia es muy complejo. No pretendo, por supuesto, profundizar aquí en un tema con implicaciones epistemológicas tan complejas y debatidas, sino sólo ofrecer algunas reflexiones personales que puedan responder a esta consulta.
La anécdota sobre una ambigua frase latina utilizada como instrumento para lo que podríamos denominar un “asesinato perfecto” tiene un encanto novelístico indudable. Nada hace tan atractivo un relato como una conspiración llena de intriga y sorpresas. No debe asombrarnos, en consecuencia, la inclusión frecuente de la anécdota en obras literarias, desde las crónicas inglesas de Thomas de la Moor y Holinshed, a la tragedia de Marlowe y la novela histórica de M. Druon. Pero lo que hace atractiva la anécdota para la literatura es, precisamente, lo que la hace sospechosa para la investigación histórica.
La tendencia a conectar hechos aislados y adornarlos con nuevos elementos es inherente a la construcción de todo relato y muy común en las crónicas medievales. Aquí opera frecuentemente la lógica del post hoc, ergo propter hoc. La presencia de elementos novelísticos debe, entonces, poner en guardia al investigador y hacerle presumir una posible elaboración y estilización de los hechos. Un argumento de peso contra la anécdota es, sin embargo, el hecho de que la misma no es mencionada por la crónica más cercana a los eventos (la Anonimalle Chronicle), sino por crónicas más distantes en el tiempo.
Dejando a un lado la valoración de las fuentes, el argumento más fuerte contra la anécdota tiene que ver con la credibilidad o coherencia interna de la misma. Parece muy improbable que se hubiera utilizado una orden escrita en latín para comunicarse con los guardias que cuidaban a Eduardo (pues ellos eran, con toda probabilidad, analfabetos). En la anécdota, por otra parte, la idea de la frase en latín es adjudicada a Adam Orleton, obispo de Hereford, quien aparentemente no se encontraba en Inglaterra en este período. Finalmente, si la reina y Mortimer realmente ordenaron asesinar a Eduardo, tenían mecanismos más seguros que una frase ambigua para transmitir una orden directa sin que la misma se conociera.
Nada de esto quiere decir que podamos probar que la anécdota es falsa. Ese tipo de certezas absolutas es, con frecuencia, inalcanzable en la historia.
En la posible veracidad de su relato reside mucho del encanto de la novela histórica. A la historiografía, sin embargo, no le alcanza con la posibilidad, tiene que demostrar que su relato es, por lo menos, probablemente verdadero.
1 comentario:
Muchisimas gracias, monsieur. Me ha resultado de lo mas interesante su razonamiento.
Es que a mi tambien me resultaba un poco sospechoso, pero tal vez en esencia y despojado de otros adornos, tenga un fondo de verdad.
Supongo que es una de esas cosas que nunca llegaremos a adivinar. Lo cierto es que a veces la realidad supera la ficcion.
Bisous
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