sábado, 25 de octubre de 2008

In una urbe totus orbis interiit



En una ciudad perece el mundo entero

San Jerónimo


En el año 410 d.C. el rey visigodo Alarico condujo sus fuerzas contra la ciudad de Roma, saqueándola por tres días. Era la primera vez en 800 años que la “urbe” sucumbía ante el poder de las armas enemigas. Alarico y sus hombres se encontraban hacía tiempo al servicio de Roma pero, cansados de las manipulaciones de los funcionarios imperiales, decidieron finalmente demostrar su poder. Militarmente, el saqueo de Roma no fue un acontecimiento decisivo, no significó el fin del Imperio Romano Occidental ni mucho menos, pero el impacto cultural de este evento fue enorme.
Hacía ya tiempo que Roma había dejado de ser el centro político y administrativo del imperio, pero su valor como centro simbólico e ideológico permanecía intacto. Todos los hombres libres del imperio eran en teoría ciudadanos romanos. San Jerónimo se encontraba por esos años en Palestina escribiendo un comentario al libro del profeta Ezequiel. Del prólogo de dicha obra procede la cita que encabeza este post. El pasaje completo dice:

La más brillante luz del orbe entero se ha extinguido; se le ha cortado, de hecho, la cabeza al Imperio romano. Por decirlo claramente, el mundo entero perece con una Ciudad. ¿Quién habría pensado que Roma, que se edificó sobre victorias sobre el mundo entero, iba a caer de forma que se convirtiera a la vez en madre y tumba de todos los pueblos?


En una de sus cartas -escrita por el mismo tiempo- San Jerónimo se pregunta Qui salvus est si Roma perit? ¿Quién está a salvo si Roma perece? Estos pasajes son claros testimonios de la desorientación intelectual que produjo la demostración de la vulnerabilidad de Roma. Uno de los ejes sobre los que se había apoyado tradicionalmente la mentalidad imperial se desvanecía de repente. San Jerónimo tenía, entonces, algo de razón. Ese acontecimiento señalaba el final de un mundo.
La catástrofe no sólo conmocionó a los cristianos, para los paganos el golpe fue todavía mas fuerte. Pero a ellos se les ofrecía una explicación evidente: la reciente abolición de los cultos a los dioses tradicionales que habían garantizado la grandeza de Roma (realizada por el emperador Teodosio el Grande en el año 391d.C.) era, en su opinión, la única causa del desastre. Los apologistas cristianos se vieron así en necesidad de justificarse. La mayoría de sus respuestas se centran, con matices, en la idea de que el saqueo de Roma debe ser considerado un castigo divino por los pecados de sus habitantes. La respuesta más elaborada es la de San Agustín, quien acentúa el carácter defectuoso y transitorio de todo lo humano, la verdadera pertenencia del hombre no es a un Estado terrenal, sino a uno divino, la ciudad de Dios, la civitas Dei.

Roma volvió a ser saqueada en el año 455, esta vez por los vándalos. Las reacciones que produjo esta segunda caída de la ciudad no fueron comparables. Para ese momento el proceso de acelerada disgregación del Estado Romano de Occidente era inocultable. La deposición del último emperador en el año 476 fue sólo una formalidad, el Imperio como autoridad efectiva había ya hace tiempo dejado de existir.

Las causas de la caída del Imperio Romano han sido, desde el inicio de la Edad Moderna, una de las grandes preguntas de la historiografía. Se han ofrecido las más variadas respuestas. El historiador alemán Alexander Demandt llegó incluso a compilar un catálogo de las 210 causas que han sido esgrimidas para explicar el proceso, algunas irrisorias. Las diferencias de opinión sobre este punto han sido, y siguen siendo, extremas. Si hay un historiador cuya figura ha quedado indisociablemente ligada al estudio del fin del Imperio Romano, ese es Edward Gibbon, autor de la monumental Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano (History of the Decline and Fall of the Roman Empire), una obra que pese a sus más de dos siglos continúa siendo un éxito de ventas y uno de los grandes clásicos de la historiografía.





Gibbon, influenciado por la ilustración, retoma de alguna manera el argumento de los paganos romanos del siglo V, pues ve en el cristianismo un factor central en la caída de Roma. Pero su argumento es, por supuesto, diferente. Para el historiador inglés el cristianismo contribuyó a deteriorar la virtud cívica y militar que había caracterizado los primeros siglos del Imperio. La nueva ideología difundida por los seguidores de Cristo era incompatible con los ideales tradicionales de la cultura romana, los mejores talentos fueron reclutados para ella y dejaron de estar a disposición del Estado. Todo ello minó la eficacia militar romana explicando sus derrotas a manos de los bárbaros y la final desintegración del Imperio.


A partir de los años 70’ del siglo XX algunos historiadores -bajo el liderazgo del genial Peter Brown- han cuestionado esta noción de decadencia. Para ellos, esta palabra encierra un juicio de valor injustificable. Ellos acentúan las continuidades y prefieren hablar de “transformaciones” antes que de retrocesos. Sólo en los últimos años se ha producido una reacción crítica ante esta nueva corriente. La misma es ejemplificada por la obra de historiadores como Peter Heather y Brian Ward-Perkins quienes -sobre todo el último- rescatan el concepto de decadencia como útil para explicar los cambios que se produjeron con el final del Imperio Occidental. Personalmente, adhiero a esta posición. Creo que tanto San Jerónimo como los paganos de Roma estarían de acuerdo.