"Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe." (Borges, El escritor argentino y la tradición, 1951.)
Sobre lo obvio no es necesario explayarse. Esa sería la idea de este fragmento. De la misma forma podría defender el no haber mencionado todavía a Cicerón en este blog, que pretende ocuparse de la cultura clásica. A pesar de no haber sido nombrado expresamente, se ha encontrado siempre presente. Como me informo en este artículo de que –contrariamente a lo afirmado por Gibbon y creído por Borges- si hay camellos en el Corán, pienso remediar mi falta para con Cicerón con una serie de entradas. Para empezar creí oportuno presentar una breve reseña del ciceronianismo.
Todo aquel que ha estudiado latín ha tomado contacto directo con las obras de Cicerón (o con algunas de ellas). El gran orador romano es considerado uno de los máximos -sino el mayor- exponente de la prosa latina clásica. A partir de sus textos se han modelado, en buena medida, las gramáticas y demás instrumentos con que el estudiante se inicia y adentra en el estudio de ese idioma. Yo no he sido la excepción. El estilo, la cadencia y la potencia de sus discursos y tratados enriquecieron mis años de estudio y todavía me deleitan regularmente.
Cicerón fue leído en todas las épocas. Ya en las décadas que siguieron a su muerte su estilo era considerado por la mayoría de los profesores de retórica como uno de los mejores modelos a imitar. Fue Quintiliano, sin embargo, a fines del siglo I d.C. quien lo entronizó definitivamente como máxima concreción de la elocuencia. Movido por el rechazo al más recargado estilo de su época, Quintiliano identificó al gran orador como paradigma de lo clásico. Fue así el creador del Ciceronianismo, concepto por el que se entiende la imitación del lenguaje de Cicerón como modelo estilístico absoluto y la adopción de su ideal sobre la formación del orador perfecto mediante la combinación de elocuencia y sabiduría.
La popularidad del gran orador romano se mantuvo intacta durante la Edad Media, sus ideales filosóficos y educativos siguieron ejerciendo gran influencia, pero el latín medieval se caracterizó por una compleja combinación de las diversas tradiciones idiomáticas del latín y no por una imitación directa de Cicerón. Fueron los humanistas del Renacimiento italiano quienes recuperaron la identificación de la lengua ciceroniana como máximo exponente literario de todos los tiempos y la tomaron como criterio de evaluación para condenar al latín de los autores del medioevo. El precursor fue, por supuesto, Petrarca, quien destacó a Cicerón como uno de los mayores autores de la Antigüedad, pero sin por ello plantearse como objetivo una imitación directa de su estilo. Para él, el autor, tal como las abejas producen la miel con el néctar de muchas flores, debía formar su estilo combinando lo mejor de diversos modelos (véase Ep. ad familiares 1.8).
Hummanistas posteriores destacaron que Petrarca y sus inmediatos seguidores (como Bocaccio o Coluccio Salutati) habían sido los primeros en señalar el camino para la restauración del latín clásico. Consideraban, sin embargo, que su éxito había sido sólo parcial y abogaron por una cercanía mucho mayor con el estilo ciceroniano. La idealización de la vida y obra del orador romano alcanzó entonces un punto extremo, visible, por ejemplo, en el Cicero novus de Leonardo Bruni, una biografía de tono claramente panegírico.
Comienza entonces una tendencia fuertemente arcaizante en el uso del latín. No se reconoce como respetable ninguna palabra que no aparezca en las obras de los autores clásicos. Los santos comienzan entonces a ser llamados dii y deae, sus estatuas, simulacra sancta deorum; las monjas, vestales virgines; el cielo, Olympus; los cardenales, augures, el Papa, pontifex maximus, y Dios, Jupiter optimus Maximus!
El ciceronianismo no fue, sin embargo un movimiento uniforme. Por el contrario, fueron frecuentes las diferencias entre los humanistas en torno al grado en que el latín debía regirse por este modelo. Mientras que un grupo era partidario de una imitación libre, otro proponía tomar al Arpinate como precepto riguroso de estilo. Sobre esta disputa basta aquí mencionar dos de sus manifestaciones literarias más famosas. En primer lugar, la discusión al respecto en el intercambio epistolar entre Poliziano y Paolo Cortese (de la que pretendo tratar en una próxima entrada de este blog). En segundo, el magistral diálogo de Erasmo, Ciceronianus. Sive de optimo dicendi genere.
En el último tercio del siglo XVII el ciceronianismo comenzó a perder influencia rápidamente. El tacitismo, la imitación del estilo de Cornelio Tácito ganó entonces un papel preponderante, especialmente de la mano de Justo Lipsio (1547-1606), uno de los más influyentes humanistas de ese período. El estilo crítico de Tácito era ciertamente más adecuado para una época en la que el absolutismo de los monarcas europeos empezaba a crear un contexto más semejante al Imperio Romano que a la república. El ciceronianismo conservó, sin embargo, su posición de poder en el ámbito educativo y, pese a los innumerables cambios didácticos y metodológicos, la mantiene en buena medida hasta hoy.
Personalmente, me considero un ciceroniano, pero sólo en el sentido de que admiro profundamente el estilo y el pensamiento de Cicerón, sin aspirar en lo más mínimo a reproducirlo o imitarlo, tareas muy por encima de mis capacidades.
1 comentario:
Un post muy interesante, es enriquecedor este repaso sobre el ciceronismo. Y lo que explicas viene a reforzar la idea de que cada época reinterpreta el pasado en función de su presente. Saludos cordiales.
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