A principios del año 297, la
provincia romana de Egipto estalló en una grave revuelta. La población temía,
aparentemente, que el censo fiscal decretado por el emperador Diocleciano sería
la antesala de grandes subas de impuestos. Los problemas llegaban en un muy
mal momento, porque el año anterior un ejército romano liderado por Galerio
había sufrido una grave derrota a manos del emperador persa Narses. Las
desconfiadas autoridades romanas veían en el levantamiento parte de una
conspiración para facilitar el trabajo del enemigo y se decidieron a suprimirlo
con gran energía.
Diocleciano asumió personalmente
la represión de la insurrección. A finales del 297, el emperador puso sitio a
la ciudad de Alejandría, la más grande y rica de la región. A pesar de los
esfuerzos del ejército, los alejandrinos resistieron, desafiantes, tras sus
murallas por ocho meses. Finalmente, los romanos cortaron los acueductos que
abastecían de agua potable a la ciudad, forzando su rendición en la primavera
del 298. Tras la agotadora campaña, Diocleciano se dispuso a impartir un
castigo ejemplar; dio a sus tropas completa licencia para saquear Alejandría y juró que la violencia sólo se detendría cuando la sangre llegara a manchar
las rodillas de su caballo.
El emperador avanzó sobre su
magnífico corcel al frente de las tropas por la explanada que conducía a una de
las puertas de la ciudad, pero el caballo tropezó con un cadáver que se
encontraba tirado en medio de la vía y cayó de rodillas. Diocleciano logró que
se alzara nuevamente y vio que sus rodillas se habían manchado con la sangre
del muerto. Reconociendo en el acontecimiento una señal divina, ordenó -para gran desilusión de sus tropas-, respetar la vida y
propiedad de los alejandrinos. Éstos sintieron tal alegría que, si hemos de
creer a un cronista tardío, erigieron una magnifica estatua en honor
a su salvador, el caballo del emperador.
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