
Ya he dicho muchas veces que considero los frecuentes viajes como uno de los aspectos más atractivos de mi profesión. El cambio temporal del escenario de nuestra vida se experimenta generalmente como algo excepcional y enriquecedor, como una ruptura bienvenida de nuestros hábitos rutinarios. La lejanía parece también transformarnos un poco, dotarnos de un nuevo carácter, de otra personalidad, más abierta a lo exótico y dotada de un inusual espíritu de aventura. Seguramente vosotros habéis sentido lo mismo. Las experiencias del viajero son arquetípicas, se asemejan a las de todos aquellos que han visitado tierras y culturas lejanas a lo largo de la historia.
Ulises y sus compañeros son, sin duda, los arquetipos del viajero. Como el suyo en su afán de volver a Ítaca, todo viaje es, en cierta medida, un regreso, sea este físico, emocional o espiritual. Las fantásticas aventuras de los protagonistas de la Odisea nos revelan, entonces, sentimientos y vivencias que, más allá de la fantasía y la poesía, conocemos íntimamente.
Al igual que los compañeros de Ulises, el viajero siempre está expuesto a una serie de tentaciones que pueden hacerlo olvidar sus destinos u objetivos, frutos de efecto similar al loto homérico. Algo semejante siento aquí en las grandes bibliotecas de la universidad de Tübingen. Sus estantes me ofrecen en increíble variedad una singular riqueza de embriagadores frutos y sucumbo indefenso a la tentación. Así pasan las horas y los días sin notarlo y abandono mis tareas habituales, como por ejemplo, este blog.
¿Habéis vosotros experimentado alguna vez lo mismo?